Bastará
decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Solamente
mi nombre, mi cara y el peso que cargo en la conciencia desde la noche del
asesinato bastarán también para legitimar todo lo que hace La sombra. Ya me he
acostumbrado a caminar por las callejas de la barriada Este, con la noche
cerrada, percibiendo a cada paso su perfume de 200 euros atufándome a menos de cinco
metros de la sien. Aunque en la calle del Dolo el hedor a orines destruye las
papilas olfativas, incluso las de los beodos menos preocupados por su olfato, también
allí me llegan los matices del caro, fino y elegante perfume de La sombra.
Es una cuestión de sensaciones, de distancia, hasta de morbo. A La sombra
jamás le he visto la cara y sin embargo soy capaz de vislumbrar, sin ni
siquiera volver la vista atrás, los mocasines brillantes con los que me
persigue a diario o la gabardina beige que le abriga en su travesía sigilosa. A
mitad de camino, al perfume de 200 euros le acompaña como invitado de excepción el rastro
humeante de un cigarro sin boquilla, tabaco negro, poderoso, desafiante. Como La sombra
misma.
Con
María me ocurría exactamente lo mismo. Apenas pude apreciar su rostro, nunca
supe de qué color eran sus ojos porque siempre que nos citábamos llegábamos al
lugar acordado a tientas, con una venda atada a presión en la nuca, guiados por
los intermediarios de esa especie de aquelarre carnal que nos quitaba el
raciocinio todos los viernes a las dos de la madrugada. En una ocasión pensé si
no había ido demasiado lejos. Otros se refugian en la cocaína o prefieren a las
niñas de 14 años. A mí me bastaba con María y acabé por aceptarlo. Conocí su
nombre en la tercera sesión y su apellido a la mañana siguiente del encuentro
fatídico, porque lo leí tres veces en la edición vespertina del periódico. Una
en la portada, otra en la crónica del suceso y una tercera en la esquela que
abría las páginas de los tanatorios. ¿Cómo iba a saber yo quién era María Iribarne?
La sombra, o quién demonios le haya enviado, no tendrá en cuenta ese
pequeño detalle. Debí suponerlo desde el principio. La ignorancia va perdiendo
caché con el paso de los años. Y para cuando uno aterriza en un club como ese,
presidido por depravados viciosos sadomasoquistas que probablemente disfruten
gestionando el sadomasoquismo más que practicándolo, pasarse de frenada siempre
ocupa un sitio preferente en el menú. Y a veces lo pruebas, igual que un plato
que no te llama la atención, pero que está en el menú y no se va, y continúa
escrito durante días y meses y años y, de repente, aparece en tu mesa como por
arte de magia porque inconscientemente lo has pedido. Así sucedió lo de María.
O de eso intento convencerme al menos.
Sé
que los jueces no tendrán a bien analizar mi caso. Aquí no hay letrados de
matrícula de honor, ni abogados. Ni siquiera jurados populares. Aquí te mandan
a La sombra a seguirte de madrugada, y el condenado aguanta lo suyo,
porque hay ocasiones en las que camino durante más de tres horas, recorro
Malvarrosa de Norte a Sur y él, o ella, calca mis zancadas minuciosamente. Me
siguió por primera vez el 31 de marzo de 2010, una semana después del
infortunio. Cada día se va acercando un poquito más. Han pasado ya dos meses y
no ha descansado ni un miserable domingo. Creo que muy pronto, más pronto que
tarde, cambiará los paseos por la acción directa. Y entonces me arrepentiré de
haberles dicho a aquellos tipos que mi nombre es Juan Pablo Castel.