7/10/15

'La sombra'

Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Solamente mi nombre, mi cara y el peso que cargo en la conciencia desde la noche del asesinato bastarán también para legitimar todo lo que hace La sombra. Ya me he acostumbrado a caminar por las callejas de la barriada Este, con la noche cerrada, percibiendo a cada paso su perfume de 200 euros atufándome a menos de cinco metros de la sien. Aunque en la calle del Dolo el hedor a orines destruye las papilas olfativas, incluso las de los beodos menos preocupados por su olfato, también allí me llegan los matices del caro, fino y elegante perfume de La sombra. Es una cuestión de sensaciones, de distancia, hasta de morbo. A La sombra jamás le he visto la cara y sin embargo soy capaz de vislumbrar, sin ni siquiera volver la vista atrás, los mocasines brillantes con los que me persigue a diario o la gabardina beige que le abriga en su travesía sigilosa. A mitad de camino, al perfume de 200 euros  le acompaña como invitado de excepción el rastro humeante de un cigarro sin boquilla, tabaco negro, poderoso, desafiante. Como La sombra misma.

Con María me ocurría exactamente lo mismo. Apenas pude apreciar su rostro, nunca supe de qué color eran sus ojos porque siempre que nos citábamos llegábamos al lugar acordado a tientas, con una venda atada a presión en la nuca, guiados por los intermediarios de esa especie de aquelarre carnal que nos quitaba el raciocinio todos los viernes a las dos de la madrugada. En una ocasión pensé si no había ido demasiado lejos. Otros se refugian en la cocaína o prefieren a las niñas de 14 años. A mí me bastaba con María y acabé por aceptarlo. Conocí su nombre en la tercera sesión y su apellido a la mañana siguiente del encuentro fatídico, porque lo leí tres veces en la edición vespertina del periódico. Una en la portada, otra en la crónica del suceso y una tercera en la esquela que abría las páginas de los tanatorios. ¿Cómo iba a saber yo quién era María Iribarne?

La sombra, o quién demonios le haya enviado, no tendrá en cuenta ese pequeño detalle. Debí suponerlo desde el principio. La ignorancia va perdiendo caché con el paso de los años. Y para cuando uno aterriza en un club como ese, presidido por depravados viciosos sadomasoquistas que probablemente disfruten gestionando el sadomasoquismo más que practicándolo, pasarse de frenada siempre ocupa un sitio preferente en el menú. Y a veces lo pruebas, igual que un plato que no te llama la atención, pero que está en el menú y no se va, y continúa escrito durante días y meses y años y, de repente, aparece en tu mesa como por arte de magia porque inconscientemente lo has pedido. Así sucedió lo de María. O de eso intento convencerme al menos.


Sé que los jueces no tendrán a bien analizar mi caso. Aquí no hay letrados de matrícula de honor, ni abogados. Ni siquiera jurados populares. Aquí te mandan a La sombra a seguirte de madrugada, y el condenado aguanta lo suyo, porque hay ocasiones en las que camino durante más de tres horas, recorro Malvarrosa de Norte a Sur y él, o ella, calca mis zancadas minuciosamente. Me siguió por primera vez el 31 de marzo de 2010, una semana después del infortunio. Cada día se va acercando un poquito más. Han pasado ya dos meses y no ha descansado ni un miserable domingo. Creo que muy pronto, más pronto que tarde, cambiará los paseos por la acción directa. Y entonces me arrepentiré de haberles dicho a aquellos tipos que mi nombre es Juan Pablo Castel.

29/9/15

Imaginaos un bosque.


Imaginaos un bosque. ¿Ya? Imaginaos una mujer desnuda que corre despavorida por él. Deteneos un momento a la altura de su rodilla izquierda. ¿Veis el leve rasguño que tiene y que va dejando un reguero de sangre sobre las hojas caídas? Enfocad una de ellas. Tocadla con un dedo y comprobad si todavía está húmeda. Imaginad ahora que sois un lobo (o una loba) y que lleváis varios días sin comer. Seguid el rastro de la mujer, alcanzadla, tumbadla y devoradle los ojos. Solo los ojos. Dejad que se levante -como el viento del sur- y que se vaya. ¿Veis como corre más que antes y no tropieza con los árboles y hasta parece más feliz? Dejad de imaginar el bosque y arrancaos también vosotros los ojos. Os crecerán raíces en las manos y todo cuanto toquéis se quedará desnudo para siempre.

Jesús Aguado.

Esbirros.


El hombre que cada noche duerme en el portal, hoy lo he sabido, no es más que un contratado del ayuntamiento. Blindado por una coraza de cartones, y escoltado en sus correrías por un escobón con el que, supongo, se quita las legañas, y por un carrito construido con alambres y despojos, resulta que ese tipo no es más que un maldito contratado por los oscuros funcionarios municipales. ¿Merecemos los honrados ciudadanos algo así? ¿Por qué nos trata como a imbéciles el ayuntamiento? ¿Creían que aquí nos chupábamos el dedo? Me ha costado, pero ahora todo, todo encaja. Puedo parecer estúpido, pero a mí no me la dan. El ayuntamiento contrata a esos tipos para que sepamos qué es lo que nos ocurriría de no levantarnos cuando es todavía de noche, de no coger el metro cada mañana y aguantar durante ocho horas las trágalas del jefe de taller, de no volver ya oscurecido al lugar donde nos está esperando el hombre que se blinda con cartones y apesta como una bodega, fiel esbirro, ya digo, del ayuntamiento. Entonces, sorteamos como podemos al tipejo, esperamos el ascensor, llegamos derrumbados a casa, besamos a la niña que está haciendo los deberes en su cuarto, ponemos el despertador a las seis y media y comenzamos a soñar en el adosado ese de la zona residencial, con vallas electrificadas y todo, para que no se cuelen los malditos esbirros del ayuntamiento.

Manuel Moya Escobar.

Los débiles.




Son hombres, hombres de arena en una ciudad de viento.
 Y aquí, solo los suicidas salen a la calle cuando el aire hincha pulmones y aviva el soplo.
 Y tras sordos estallidos irregulares, manchas granulosas cubren calles y glorietas al paso de la ventisca que todo lo arrasa.
 Y ropas y zapatos y sombreros yacen inútiles junto a las ínfimas dunas de arena, huérfanos de dueño, exánimes en este discontinuo desierto de difuntos.
 Y a la mañana siguiente, cuando la urbe retoma la calma chicha de la primavera, un ejército de barrenderos aparta con celeridad de la visión ciudadana los cuerpos pulverizados e irreconocibles de los que se dejaron llevar por el viento.
 Y cada día es un temido retorno a la engañosa consistencia de la arena, a la posibilidad de la atomización inesperada, el regreso al grano mínimo, sin vida.

Miguel Ángel Zapata.

MacDonald's


Estoy en el MacDonald’s de la Plaza de España de Zaragoza,
haciendo la cola gigantesca,
con los ojos clavados en los carteles de los precios,
el dinero justo en la mano derecha,
billetes arrugados.

Estoy ahora en el piso subterráneo, arriba fue imposible.
Estoy sentado al lado de un niño negro que tiene en su mano
una patata amarilla untada de ketchup muy rojo:
Santísima bandera del otro mundo, el niño negro que resplandece,
mi hermano ciego.
El niño está solo, no bebe,
no le llega para la Cocacola, sólo patatas.
Sólo patatas, sólo patatas, esa desgracia,
esa soledad idéntica a la mía,
¿no lo entiendes?, sólo le llega para las patatas,
y está sentado, quieto,
en su trono, la negritud y el niño,
en el trono, allá, allá, en ese trono radiante.

MacDonald’s siempre está lleno.

Es el mejor restaurante de Zaragoza,

una alegría despedazada nos despedaza el corazón:

Por tres euros te llenan de cajas, de vasos de plástico, de bolsas,

de pajitas, de bandejas.

Es el mejor restaurante del mundo. Es un restaurante comunista.

Rumanos, negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo,

aquí estamos, abajo, al lado de un muñeco,

al lado de un cartel que dice “I’m lovin’ it”. Tengo una bota encima de un charco

de un helado de nata deshecho. Miro la nata comerse el tacón de mi bota.

Una nata blanca, despedazada.

Arde el sol sin tiempo, bulle la mano sucia.



A mi lado, una niña de veinte años le dice a un tío de diecisiete

que no le importaría hacérselo con él. Con él, con él, un eco negro.

Y ríen y tragan patatas fritas.

Y yo trago patatas fritas.

Y dos maricas enfrente comiéndose la misma hamburguesa goteante,

cada boca en un extremo, y se manchan y se muerden.

Y tragan patatas fritas. Y se besan. Y se tocan. Y se despedazan.



En Londres, en París, en Buenos Aires,

en Moscú, en Tokio,

en Ciudad del Cabo, en Tucson, en Praga,

en Pekín, en Gijón,

somos millones, la tarde harapienta,

el dolor en el cerebro, la comida,

millones en miles de subterráneos esparcidos

por la gran tierra de los hombres.



Estoy en paz aquí con todo: barata la carne, barata la vida, baratas las patatas.

Me siento Lenin. Soy Lenin, el marica inusitado,

el gran hereje, el loco supremo,

el hijo de la última mano miserable que tocó

el monstruoso corazón del cielo.

Si Lenin volviera, MacDonald’s sería el sitio,

el palacio sin luna,

el gueto de las reuniones clandestinas.



Algo importante está sucediendo

en este subterráneo del MacDonald’s

de la Plaza de España de Zaragoza, pero no sé qué es. No lo sé.

De un momento a otro, vamos a arañar la felicidad:

el niño negro, los novios, el muñeco, la nata del suelo, mis botas.

Botas nuevas, de piel brillante, con la punta afilada en señal de muerte.

En MacDonald’s, allí, allí estamos.

Carne abundante por tres euros.


Manuel Vilas.

El pez en el agua


Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura.
Fuimos caminando hacia el malecón Eguiguren. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947, pues ya habíamos dado los exámenes en el Salesiano, yo había terminado el quinto de primaria y ya estaba allí el verano de Piura, de luz blanca y asfixiante calor.
—Tú ya lo sabes, por supuesto —dijo mi mamá, sin que lo temblara la voz—. ¿No es cierto?
—¿Qué cosa?
—Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?
—Por supuesto. Por supuesto.
Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto? Era una larga historia que hasta ese día —el más importante de todos los que había vivido hasta entonces y, acaso, de los que viviría después— me había sido cuidadosamente ocultada por mi madre, mis abuelos, la tía abuela Elvira —la Mamaé— y mis tíos y tías, esa vasta familia con la que pasé mi infancia, en Cochabamba, primero, y, desde que nombraron prefecto de esta ciudad al abuelo Pedro, aquí, en Piura. Una historia de folletín, truculenta y vulgar, que —lo fui descubriendo después, a medida que la reconstruía con datos de aquí y allá y añadidos imaginarios donde resultaba
imposible llenar los blancos— había avergonzado a mi familia materna (mi única familia, en verdad) y destruido la vida de mi madre cuando era todavía poco más que una adolescente.
Una historia que había comenzado once años atrás, a más de dos mil kilómetros de este malecón Eguiguren, escenario de la gran revelación. Mi madre tenía diecinueve años. Había ido a Tacna acompañando a mi abuelita Carmen —que era tacneña— desde Arequipa, donde vivía la familia, para asistir al matrimonio de algún pariente, aquel 10 de marzo de 1934, cuando, en lo que debía ser un precario y recientísimo aeropuerto de esa pequeña ciudad de provincia, alguien le presentó al encargado de la estación de radio de Panagra, versión primigenia de la Panamerican: Ernesto J. Vargas. Él tenía veintinueve años y era muy buen mozo. Mi madre quedó prendada de él desde ese instante y para siempre. Y él debió enamorarse también, pues, cuando, luego de unas semanas de vacaciones tacneñas, ella volvió a Arequipa, le escribió varias cartas e, incluso, hizo un viaje a despedirse de ella al trasladarlo la Panagra al Ecuador. En esa brevísima visita a Arequipa se hicieron formalmente novios. El noviazgo fue epistolar; no volvieron a verse hasta un año después, cuando mi padre —al que la Panagra acababa de mutar de nuevo, ahora a Lima— reapareció por Arequipa para la boda. Se casaron el 4 de junio de 1935, en la casa donde vivían los abuelos, en el bulevar Parra, adornada primorosamente para la ocasión, y en la foto que sobrevivió (me la mostrarían muchos años después), se ve a Dorita posando con su vestido blanco de larga cola y tules traslúcidos, con una expresión nada radiante, más bien grave, y en sus grandes ojos oscuros una sombra inquisitiva sobre lo que le depararía el porvenir.
Lo que le deparó fue un desastre. Después de la boda, viajaron a Lima de inmediato, donde mi padre era radio-operador de la Panagra. Vivían en una casita de la calle Alfonso Ugarte, en Miraflores. Desde el primer momento, él sacó a traslucir lo que la familia Llosa llamaría, eufemísticamente, «el mal carácter de Ernesto». Dorita fue sometida a un régimen carcelario, prohibida de frecuentar amigos y, sobre todo, parientes, obligada a permanecer siempre en la casa. Las únicas salidas las hacía acompañada de mi padre y consistían en ir a algún cinema o a visitar al cuñado mayor, César, y a su esposa Orieli, que vivían también en Miraflores. Las escenas de celos se sucedían por cualquier pretexto y a veces sin pretexto y podían degenerar en violencias.
 
M. Vargas Llosa.

20/9/15

El vigilante



Que griten. Yo, como si fuese sordo. Que arañen sus elegantes forros de seda. A mí sólo me pagan para que vigile esto, no para que cuide de ellos ni para que me quiten el sueño con sus gritos. ¿Que bebo demasiado? No sé qué harían ustedes en mi lugar. Aquí las noches son muy largas… Digo yo que deberían tener más cuidado con ellos, no traerlos aquí para que luego estén todo el tiempo gritando, como lobos, créanme. Ahora bien, que griten. Yo, como su fuese sordo. Pero si a alguno se le ocurre aparecer por aquí, lo desbarato y lo mando al infierno de una vez, para que le grite al Demonio... Pero a mí que me dejen. Toda la noche, como les digo. Y tengo que beber para coger el sueño, ya me dirán. Si ellos están sufriendo, si están desesperados, que se aguanten un poco, ¿verdad? Nadie es feliz. Además, lo que les decía: tengan ustedes más cuidado. Porque luego me caen a mí, y ustedes no me pagan para eso, sino para cuidar los jardines y para ahuyentar a los gamberros, ¿no? ¿Qué culpa tengo yo de que los entierren vivos? Y claro, ellos gritan.

F. Benítez Reyes.